miércoles, 21 de marzo de 2012

Las cosas buenas nunca deberían cambiar.


Apenas son las nueve de la mañana y la playa está prácticamente vacía. Solo se divisan pocas personas salpicadas a lo largo de la costa. Unas hacen ejercicio bordeando la orilla a trote y con los auriculares puestos. Otras, sin embargo, prefieren aprovechar la brisa fresca de la mañana para dar un simple paseo. Andamos por la arena todavía fría y nos acercamos a la orilla. Nos quitamos los zapatos y los calcetines y remangamos nuestros pantalones. Dejamos que el agua alcance nuestros pies y sentimos ese repentino frío en los tobillos. Mi padre me mira y esboza una sonrisa. Yo se la devuelvo y chapoteo un poco en el agua turbia que se mezcla con la arena al compás de la marea. Minutos después, mi padre se aleja de la orilla hasta que el agua ya no alcanza sus pisadas. Apoya su mochila en la arena y se sienta. Yo repito su gesto. Las olas se acercan y se alejan de nosotros, produciendo en mí un estado de relajación al sentirlas a pocos metros de mí. Tenemos la arena pegada a los pies. De repente, mi padre saca un cigarro y lo enciende. Se lo coloca en la boca y comienza a dar una calada tras otra. Me pregunto si él también comenzó a fumar cuando mamá se fue. Pero prefiero quedarme con la duda. Lo único que hago es lanzar un fuerte suspiro que consigue llamar su atención.

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