miércoles, 19 de junio de 2013



Ella solía negarse al amor, ese en el que tienes que criar mariposas en el estómago por alguien. No se creía capaz de aguantar tanto revuelo de sentimientos. Veía más imposible que improbable llegar a encontrarse en la situación esa de "enamorarse". Solía decir que aquello era demasiado para ella, que no le iba a tocar nunca. Y que, tal vez, si le tocaba, no lo llamaría así. Ella le pondría el nombre de masoquismo, atontamiento temporal o duradero, o yo qué sé, tal vez le llamaría helado de chocolate, de cualquier manera, pero no amor. Amor es lo que sentía cuando veía con sus mejores amigas la película de cada verano. O al ver aparecer en su blog miles de felicitaciones de gente desconocida. O al levantar la vista al cielo azul que reinaba en sus parajes preferidos. O al abrir el libro que ya había leído 23 veces. O, simplemente, al escuchar cómo su periquito cantaba en cuanto ella entraba por la puerta de casa después de una noche de fiesta. Esas simples cosas, a pesar de lo exigente que era, suponían para ella la mayor dosis de felicidad. Algo que veía demasiado distinto al término "amor" que asigna la mayoría de terrícolas cuando tu alegría depende de otra persona, con la cual sientes que llega el momento de construir parte de tu alma y a la vez supone la autodestrucción. Ella no creía en ese amor, pero bien sabía que si le ofrecían una tarrina de helado de chocolate, no podría decir que no.