Dime a cuántas estrellas has pedido, cuántas velas has
soplado, cuántos tréboles de cuatro hojas te has guardado, cuántos dientes de
león recogiste del camino, cuántos amuletos colgando de tu cuello. Cuántas
veces ansiaste más la suerte que tus propias intenciones. Todo el tiempo
empleado, o gastado, deseando que algo se cumpliera por sí solo, por una
estrella, por una vela, por una flor, por una pequeña piedra. Cuántas veces, en
vez de salir ahí fuera y hacer que se cumpliera. Los dos nos mirábamos sabiendo
qué ocurría, comprendiendo que era más fácil pedirle al destino que a nuestros
sentimientos. Más fácil, sí, pero menos comprometido con nosotros mismos. Y
ahora así estamos, estancados, en standby, esperando nuestro destino. Pero éste
tarda en actuar a veces y, a pesar de que vivimos en un continuo cúmulo de
casualidades, somos conscientes de que podemos hacer coincidir nuestras
sonrisas, nuestros encuentros, nuestros choques de rencor. Creemos ser marionetas, a corto o largo
plazo, de las estrellas, los tréboles de cuatro hojas, los dientes de león, las
velas de cumpleaños, los amuletos. Pero somos realmente marionetas de nuestros
sentimientos. O eso deberíamos. Supongo que nadie se enorgullece demasiado porque
algo que pidió en su mente mientras soplaba a la tarta se haya cumplido.
Supongo que lo de verdad enorgullece es haber cumplido algo por haberlo
perseguido, por haber estado corriendo tras él, a pesar de que aumentaba la velocidad
y en ocasiones, dicho deseo se escondía en los lugares de más complejo acceso.
Tal vez en la tranquilidad de nuestro interior. Tal vez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario